29.8.07

Alimentos Transgénicos. Naranjas en agosto y uvas en abril


La forma en la que nos alimentamos en el mundo occidental está configurando distintos estilos de vida e incluso clases sociales. Recurriendo a la sabiduría popular se podría afirmar: “dime lo que comes y te diré cómo eres, donde vives, qué estilo de vida llevas... e incluso parte de tu personalidad la podría delatar el ticket de compra”. En general, las clases sociales altas comen sano, la bajas se alimentan peor. Tampoco han cambiado tanto las cosas en el fondo, pero si en la forma.

Hace tan solo unos años eran poco habituales conceptos como: transgénicos, alimentos funcionales o alimentos ecológicos. Todo estaba bajo el paraguas de la nutrición y solamente una minoría era conocedora de los distintos tipos de alimentos que se podían cultivar y finalmente consumir.

Posteriormente surgió y se desarrolló de forma vertiginosa lo que hoy conocemos como Biotecnología; una forma de aplicar el conocimiento científico a la producción de alimentos y mejorar la calidad (¿y cantidad?) de los mismos. Simultáneamente nos encontramos con el surgimiento de la bioética; llamada a poner coto y control a la “frankensteinzación” de nuestra cesta la compra.

Como consecuencia del surgimiento de ambas disciplinas, la sociedad comenzó a dividirse entre los partidarios de los organismos genéticamente modificados (OGM) y los detractores, que consideran estos alimentos como un atentado contra el equilibrio del planeta, un aldabonazo a los principios ecológicos y en definitiva, un peligroso “pan para hoy... hambre para siempre”.

La modificación genética de los alimentos ha dado lugar a los que conocemos como alimentos Transgénicos; los cuáles han sido sometidos desde su surgimiento a rigurosos controles; tanto por parte de sus creadores y promotores, como de las organizaciones que desconfían de este tipo de productos.


Se puede afirmar y negar con la misma rotundidad que, a día de hoy, no se ha demostrado que estos alimentos sean nocivos para el organismo. Sin embargo, no faltan acusaciones vertidas sobre los mismos que les hacen responsables de nuevas alergias, enfermedades, patologías y/o trastornos de la alimentación. Quizá sea nuestra sociedad y forma de vida lo que también alimente, nunca peor dicho, la rebelión de nuestro estómago y alrededores contra nosotros mismos.

En ocasiones se han hecho paralelismos entre el uso de los transgénicos y la energía nuclear. En el caso de estos organismos modificados genéticamente es difícil poder rebatir que dan la posibilidad de crear cultivos inteligentes y resistentes a plagas, dotarlos de propiedades adicionales, que en algunos casos rozan la función de los medicamentos o contribuir a la regeneración de zonas degradadas, desérticas o erosionadas. Pero como se dice de la energía nuclear, que presume de limpia... puede ser muy nociva, de hecho terriblemente mortal, si se utiliza de forma incorrecta.

Ahora bien, la caja de Pandora es la que se abre con las implicaciones económicas que todo esto conlleva: para estos cultivos se requiere un suministro importante de los fabricantes de semillas y un uso mucho menor de los pesticidas al ser cultivos más resistentes. Si a eso añadimos la voz de los ecologistas y lo mezclamos todo en la mente de los políticos que deben regular la producción de estos alimentos... tenemos un turbio panorama para poder, como consumidores, fiarnos del milagro de los panes y lo peces que defienden los partidarios de los transgénicos y la biotecnología... o del Apocalipsis del que nos advierten los ecologistas y defensores de la alimentación natural (y sana). La ecología viste conciencias, pero quizá ignorar el medio ambiente nos despoje de una alimentación saludable. ¿No?

El progreso y el bienestar siempre generan inseguridad porque nos enfrentamos a nuevos retos y a preguntas, que no deberían tener respuestas anticipadas que se llenen de oportunismo y frivolidad. Porque mientras en el primer mundo no dejamos de pensar en los efectos de un yogur caducado hace tres días o en una sandía transgénica de tamaño reducido para “singles”, en el tercer mundo el debate es mucho más directo: hambre o comida.

En el fragor de esta batalla entre alimentos ecológicos y alimentos transgénicos el mediador definitivo en las sociedades occidentales es la falta de tiempo y el poder adquisitivo; en las grandes ciudades españolas como Madrid y Barcelona dedicamos 36 minutos al almuerzo, 12 en desayunar y 32 para cenar. En cuanto al tipo de alimentos, se ha reducido drásticamente en los últimos 20 años el consumo de alimentos básicos y frescos (el consumo de leche ha bajado un 20%). Sin embargo se ha disparado el consumo de platos preparados, alimentos funcionales y productos con un valor añadido (¿hay algo que no lleve soja en la zona de lácteos?). Nuestra cesta de la compra denota en líneas generales que no hemos incrementado la cantidad de lo que comemos, aunque el precio casi se triplica en costes; en 1986 invertíamos 715 euros al año y hoy son 1880 euros anuales lo que nos cuesta llenar el estómago.

Este retrato robot de una sociedad que no tiene tiempo y que busca la mejor relación calidad-precio-salud, convierte el tema de la alimentación y de toda su cadena de producción en un efecto dominó de difícil ajuste y más complicada legislación(pdf).

Lo que es seguro es que en los países desarrollados el perfil del consumidor de clase media-alta, todavía minoritario pero en claro ascenso, exige cada vez más información sobre lo que consume y, derivado del progreso económico, está dispuesto a asimilar que: si invierte en buena alimentación, lo está haciendo también en salud.

Los iconos de la civilización occidental se han sumado a esta tendencia masiva sobre la comida sana y la salud: McDonalds piensa cada vez más en verde, Disney ha borrado del mapa la comida basura y el tabaco de Cruella Devil, al tiempo que ha creado a una Ratatouille que nos enseña a comer sano... aunque siempre nos quedará Burguer King para reivincidar la hamburguesa de los machotes.

Tampoco conviene olvidar que, en palabras de la escritora marroquí Fátima Mernissi: “vivimos dentro del harén de la talla 38” y eso condiciona las conductas en relación con la alimentación llevando a trastornos tan graves como la anorexia y la bulimia. Quizá sea el momento de plantearse, como he indicado al principio, si el surgimiento de las nuevas enfermedades, alergias y patologías, se originan en el cerebro antes de llegar al estómago y compañía.

Cada vez son más las preguntas a las que debe contestar la etiqueta de un alimento (pdf) colocado en la estantería de un país occidental; bien para alimentarse de forma sana o bien para evitar el consumo de determinados ingredientes que puedan consolidar una conducta alimentaria negativa en relación a los trastornos antes mencionados.

Lo que no se puede negar es que existe toda una industria que rodea al campo de la alimentación y la salud; sectores editoriales que han visto incrementada su difusión de forma espectacular en los últimos años (AIMC) y que ha dado lugar incluso a la publicación de semanarios gratuitos dedicados a estos temas. También los programas de televisión dedican gran parte de su parrilla matinal a temas relacionados con la salud, aunque no siempre de forma afortunada.

La salud vende, la alimentación sana también y hay todo un ejército de empresas dispuestas a curarnos si nos salimos de los cánones que establecen los triglicéridos y la Pasarela Cibeles. Una rivalidad entre patitos feos y cisnes cuya verdadera frontera, antes de situarse en la alimentación, lo hizo en la publicidad y en los espejos que mienten o que dicen la verdad... dependiendo del cristal utilizado.

Los transgénicos y la biotecnología nacieron como consecuencia del conocimiento científico y del progreso (no siempre bien entendido) de la civilización. Su efecto y utilidad para paliar el hambre en el tercer mundo resulta difícil de cuestionar sobre todo en partes del planeta áridas y con pocas posibilidades de cultivo.

Ahora bien, quizá no sea cuestión de demonizar los avances del progreso dentro del campo de la manipulación genética, sino de ser capaces de articular un marco legislativo que impida los abusos y fomente el buen uso de este conocimiento.

Porque el miedo vende... pero se nos acumulan los lobos que nunca llegaron.

Ignacio Caballero

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